Todo comienza con ese nerviosismo que ataca en forma de cosquillas en el estómago ya durante los días previos al embarque, principalmente causado por ser consciente de ese precipicio emocional que supone salir de tu zona de confort, y no salir de cualquier manera, sino meterte en un barco con varias decenas de personas que no conoces a hacer algo que nunca has hecho durante los próximos 30 días. Cierto es que, en un primer momento, asusta, sin embargo, durante el comienzo no es solo ese sentimiento el que te acompaña, también caminas impregnado de cierta adrenalina que te recorre todo el cuerpo viéndote a ti mismo surcando los océanos cual aventurero que se dispone a viajar a tierras desconocidas.
Mirar el horizonte marino ayuda, sin duda, y sirve también como punto de encuentro para todas las almas que nos hemos sumado a este viaje, ya que, si algo compartimos, además de todo lo que respecta al plano físico debido a que la vida a bordo así lo determina, es ese amor por el océano, esa curiosidad incansable que surge del infinito azul marino que pinta nuestras vidas. Y así, poco a poco y sin darte cuenta, acabas formando parte de algo, algo que se mueve surcando las olas en una dirección hacia la que todos remamos. Es curioso, porque sin saber exactamente hacia donde vamos, remamos, y es que creo que de eso se trata, es ese algo que compartimos, este tiempo que nos damos, estos momentos que disfrutamos juntos son lo que recordaremos y por los que tal vez, volvamos.
Imágen: Ianna Luna
Comments